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Llegado el siglo VIII, la Iberia visigoda se había consolidado como un enorme territorio de un inmenso interés, gastronómicamente hablando. Pero el cambio radical, la voluptuosidad y refinamiento definitivos se lo darían los árabes cuando penetraron en este antiguo asentamiento. La cocina es un arte y así lo supieron ver los nuevos inquilinos.
Sin embargo, a pesar de esta exquisitez, en al-Andalus predominó la sobriedad alimentaria, lo cual parece ser más una opción individual en nuestra zona. La comida era un elemento de socialización y de hospitalidad. Era la ley que el poderoso diera lo que de el se esperaba y lo que a él se le pedía. No en balde, entre las obras que sirven para alcanzar el Paraíso los musulmanes mencionan la distribución de limosnas, larguezas y generosidades.
El comportamiento, los ritos y la liturgia de la mesa entre los árabes y los musulmanes serán las normas de conducta que, salvando las distancias, todavía observamos. Modos que ya apuntaron los romanos en su día y que caerían entre las legañas del olvido hasta que Luis XIV de Francia dictara unas reglas de uso en la mesa algo más pueriles que las arábigas y las musulmanas.
Y, puestos a olvidar, tras la invasión cristiana la gastronomía árabe cayó en un profundo estado de amnesia o simplemente cambió de nombre o no se le reconoció su paternidad. En palabras de Pablo Amante: «Parecía que daba vergüenza guisar y comer platos que inventaron los perdedores». Y más adelante ejemplifica: «Pocos querían recordar un «tajin» de cordero, y preferían llamar caldero al guiso. Cada potaje, olla o puchero, es un tremular recuerdo de los cuscús, tajín o mechui magrebíes».
Seguramente los conquistadores, vulgarizaron las comidas andalusíes y su arte gastronómico. Destacado es entre los nuevos ocupas del Reino los excesos y el descontrol alimentario, lo que en el mundo hispano-magrebí eran bien escasos. La sobriedad, la moderación y el consumo inteligente caracterizaba a este pueblo desde un comienzo. Es verdad que, en todas las culturas, algunos personajes son glotones, amigos de comer y beber, pero no debemos confundir la pasión por la comida con la avaricia y la gula.
A finales del siglo VIII, la mayoría de la población, descendiente de los hispanorromanos y de los visigodos, se había convertido al Islam, recibiendo el nombre de muladíes; solo en las ciudades quedó una parte de población que se mantuvo cristiana, los mozárabes, y que, en general, fue muy respetada.
De esta forma, la población de Al-Andalus quedó comprendida por árabes, establecidos sobre todo en las ciudades; por beréberes, que en lo general conformaban núcleos campesinos en las zonas montañosas; por judíos y por pobladores autóctonos (íberos, suevos y visigodos), a los que hay que añadir los esclavos importados.
Al-Andalus, supuso una civilización avanzada y culta. Forjó un nuevo tipo de sociedad urbana muy estructurada, al tiempo que revolucionó las tareas del campo, vitalizando la agricultura, aportando nuevos métodos de cultivo y un sinfín de especies foráneas.
El núcleo urbano era la medina, de trazado apretado y denso, que, a su vez, se organizaba en dos zonas: la comercial y la vecinal. El zoco(mercado) era un lugar de encuentro, en el que, en medio de un frenético deambular, se sucedían las más diversas transacciones, y también las más insospechadas intrigas. Los oficios y los puestos se extendían por áreas especializadas, en las que se podían hallar las más variadas mercancías. Desde especias y perfumes, hasta hortalizas y frutas, carne, tejidos, orfebrería y cerámica, frituras de pescado y tortas de harina.
Una estricta serie de normas regían la vida comercial, cuya honradez, no siempre garantizada, vigilaba atento el almotacén, inspector del zoco. Las compras se efectuaban por intercambio de mercancías o con dinero constante y sonante, que se acuñaba en la ceca de Córdoba, primero, y de otras ciudades en época de taifas. Dinares, dirhems y feluses eran moneda de pago corriente.
Como gente sabia, siempre que no fuera necesario, los musulmanes no destruían nada de lo que encontraban: ni edificaciones, ni costumbres, ni tradición, sino todo lo contrario, reconstruyeron las antiguas obras dejadas por los romanos, como los puentes y los acueductos, y construyeron acequias y canales, elevaron norias y molinos de agua y perforaron pozos, erigiendo así una «cultura del agua», como si les fuera necesario alimentar los sentidos con ese elemento tan apreciado en sus orígenes.
Respetaron el sabbat judío y el domingo cristiano, aunque no lo comprendieran. Para ellos, un Dios todopoderoso no tendría necesidad de descansar ningún día. Los judíos saludaron con gentileza a esa nueva religión tolerante, que pregonaba la libertad de culto, y se alegraron de no depender de los antiguos feudos que a cada momento los perseguía, los diezmaba o los condenaban al ostracismo o al destierro por practicar la fe de Isaac y de Moisés.
En palabras de R.H. Shamsuddín Elía: «La población nativa mayoritariamente arriana y la numerosa comunidad judía recibieron a los musulmanes como liberadores y comulgaron con su fe, costumbres y tradiciones, que eran prácticamente las mismas que ellos tenían».
Son características de los hispanomusulmanes el consumo de cereales, legumbres, frutas, hortalizas, pan, carne, aceite, mantequilla, miel, leche y, entre los platos preparados el cuscús. Los huevos y los productos lácteos, como el queso o el requesón, eran muy familiares, especialmente en le medio rural. La leche y la mantequilla y los fermentos lácteos en general son mucho más utilizados y valorados en el mundo musulmán que en el cristiano. El consumo del queso frito (almojábana) era bastante habitual.
Los recién llegados, al tiempo, fueron soberanos. Trajeron a sus poetas, a sus arquitectos, a sus ulemas y a sus hombres de ciencia, a sus médicos y a sus entendidos en carnes y en especias. No tardaron en construir mezquitas y madrazas, alcazabas y baños (hammam), y en levantar zocos, medinas, comedores.
Los árabes asumieron e integraron en sus costumbres culinarias lo hallado en el país, los alimentos y sus formas, e incorporaron sus cultivos y sus dietas. Encontraron y mejoraron el cultivo del olivo, la lechuga, las habas e introdujeron gran cantidad de frutales, perfeccionaron la recolecta de higos y cerezas, y plantaron palmerales y caña de azúcar. La aceituna de mesa se preparaba de forma similar a como se elabora hoy en Andalucía.
La prosperidad de la comunidad musulmana conllevó una elevada densidad de la población y determinadas formas de asentamiento, lo que implica asimismo la necesidad del máximo aprovechamiento de los recursos, naturales o creados. De donde se derivan unas formas de utilización intensiva de la tierra, pero sumamente respetuosa del equilibrio del ecosistema.
La tierra era estudiada para su mayor aprovechamiento. Ibn Bassal en su Libro de Agricultura (siglo X), estudia las diferentes clases de tierra, su naturaleza, sus propiedades y el modo de distinguir la buena tierra de la mala. Registra dieciséis clases de tierra. Analiza su naturaleza o complexión y sus ventajas o desventajas agrícolas. Distingue la viabilidad de la tierra según la estación del año en que se cultive, así como las distintas plantas que prosperan en cada tipo de terreno.
Córdoba poseía un notable y revolucionario sistema de albañales y aguas corrientes, a lo que se sumaba una red de alumbrado público y un ingenioso método de irrigación de la vega circundante a través de norias y acequias que extraían el agua del río Guadalquivir (del árabe uadi al-kabir «el río grande»). En plan comparativo, podemos decir que en esa época, a mediados del siglo X, París y Londres eran aldeas casi desconocidas, y la gran mayoría de las ciudades de la Europa no musulmana se hallaban en las más absolutas condiciones de insalubridad y primitivismo. El maristán u hospital árabe, no solo era un centro de salud, sino el lugar encargado de velar por la higiene del pueblo.
La consecuencia inmediata de esta superpoblación será que, en vez de cultivos extensivos de cereales, se tenderá a la explotación de pequeñas unidades de producción de las vegas. A las tierras de pan cristianas, se contraponen las huertas y los vergeles musulmanes. La descripción típica de la ciudad andalusí se concibe rodeada por su feraz vega de huertas y árboles frutales, que hacía las delicias del musulmán.
Precisamente, este elevado consumo de verduras y de frutas, frescas y secas, será tan andalusí que el posterior tribunal del Santo Oficio descubrirá al moro reincidentemente por la afición al consumo de vegetales.
Aparte de las huertas y la vega, se practicaba la agricultura de terrazas, se organizaban los espacios hidráulicos y sus cosechas; las mercancías eran intercambiadas en los zocos semanales, practicando el trueque como sistema de intercambio económico.
También se experimentó la técnica del injerto, logrando las más óptimas especies arbícolas. En los siglos XI-XII, Abu l’jayr, en su Tratado de Agricultura/, dedica un capitulo de injerto de frutales. El injerto necesita un preciso conocimiento de la naturaleza, de los árboles, de las estaciones y los instrumentos para operar. L’jayr cita las diferentes clases siguientes de injerto. Clasifica también los géneros básicos de los árboles, distinguiendo los árboles oleosos como el olivo, el acebuche o el laurel; los resinosos como el melocotonero, el almendro o el ciruelo; los lechosos como la higuera y la morera; y los acuosos como el manzano el ciruelo, la vid o el granado.
En nuestras modernas cocinas podemos ver que existen variadas formas de preparar los alimentos que nos vienen de Al-Andalus Entre ellas podemos destacar:
Otra característica de la cocina andalusí que nos ha llegado hasta hoy es el uso de los condimentos con multitud de especias y plantas aromáticas; la utilización de los sabores dulces en platos salados a través del empleo de frutos secos como almendras, castañas, piñones, etc. y frutas secas como higos y pasas fundamentalmente, o la miel en el guisado de carnes o pescados.
Generalmente, apreciaban las comidas con mucha mezcla de sabores, como podía ser un plato de carne de ave con una salsa a base de ajo y queso, sazonado todo con vinagres y azafrán.
Con los árabes se fomentó el pastoreo y la trashumancia. En la agricultura de secado introdujeron el barbecho durante uno o dos años, se amplían y difunden los sistemas de conservación de los alimentos, se aplican las plantas medicinales y parece ser que se crea la primera farmacopea naturista. Cultivaron el trigo, la cebada, el sorgo, la avena y en las tierras frías el centeno. No obstante, en los primeros tiempos o en los periodos de escasez, importaron cereales, ganado y cueros del interior de los puertos atlánticos marroquíes.
Algunos autores, como Lucie Bolens, llegan a hablar de la existencia de una revolución agrícola en los siglos XI y XII en el Islam de Occidente lo que supuso una mejora considerable en la alimentación.
Todo esto determinó que, llegando al siglo X y los que continuaron, el Magreb y Al-Andalus vivieron momentos que se cuentan entre los más prósperos y brillantes. El sucesor de Abderrahmán III, Al-Hakam II al-Mustansir, propició un enorme desarrollo de las ciencias y las artes que daría como consecuencia el llamado Renacimiento Europeo.
Fueron características esenciales del periodo andalusí un gran desarrollo de la horticultura, una importancia de la arbolicultura tan grande como la aleicultura o la viticultura.
Gustaban en Al-Andalus del pan elaborado con la mejor harina de trigo, de la volatería, de la carne de cordero, de los platos especiados, de las frutas frescas y confitadas, de los frutos secos, de los dulces, y del consumo de verduras frescas.
Extractos de «HERENCIA DE LA COCINA ANDALUSÍ» de Jorge Fernández Bustos y José Luis Vázquez González- FUNDACIÓN AL ÁNDALUS.
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Reconstruyeron puentes y acueductos; construyeron acequias y canales; elevaron norias y molinos de agua y perforaron pozos, erigiendo así una CULTURA DEL AGUA
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Había un elevado consumo de verduras y de frutas, frescas y secas
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Pablo Amante cita: "Cada potaje, olla o puchero, es un tremular recuerdo de los cuscús, tajín o mechui magrebíes".
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